viernes, 7 de noviembre de 2014

ORGULLO Y PREJUICIO


En este artículo no me referiré a la novela de Jane Austen. Hoy trataré sobre  la forma en que en nuestra sociedad enfrentamos a los temas relacionados con la justicia o de manera más amplia a la solución de conflictos. Una vez más deberé referirme al arbitraje, que presume de ser un sistema puro y prácticamente infalible frente al incorrecto y venido a menos sistema judicial ordinario. 

Hace unos años una joven estudiante que venía trabajando conmigo, en el área de litigio, presentó su renuncia de manera sorpresiva. Evidentemente, sentí curiosidad de conocer la razón para tal decisión y ella señaló que el litigio no le gustaba y que prefería dedicarse al arbitraje. La respuesta me pareció que carecía de sentido, pues en el arbitraje se litiga y así le dije. Su respuesta con cierta vergüenza fue que en realidad el arbitraje tiene “clase” mientras que acudir ante las cortes ordinarias no resulta algo apropiado para el estatus de abogado que ella quería ser. Después de tal respuesta, no pregunté más y acepté su renuncia.

Evidentemente, lo afirmado por esta joven estudiante,  muestra la visión que desde muchas facultades de Derecho se da sobre la administración ordinaria de justicia y sobre el trabajo que los abogados realizan ante los juzgados, tribunales y cortes de justicia. Resulta grave, que se trate de menospreciar  a la función judicial como sistema de solución de conflictos, cuando su existencia misma responde al  deber del Estado de garantizar la protección judicial de todos los derechos ciudadanos. Si bien es cierto que esta tiene serios problemas, no es menos cierto que nosotros como ciudadanos y abogados tenemos el deber de buscar y promover su mejora constante y la eliminación de prácticas que tuercen el camino de la justicia. La existencia de un sistema confiable de solución de los conflictos permite la construcción de una sociedad justa y responsable. 

A través de un importante mercadeo se ha colocado al arbitraje en un pedestal, que al menos en nuestro país no necesariamente merece estar. En efecto, como he señalado en artículos anteriores, se han destacado sus bondades y nada se ha dicho sobre las falencias. Sin duda alguna, uno de los principales problemas es el hecho de ser excluyente desde la perspectiva económica, sea que se trate de un arbitraje ad-hoc o administrado, en general está destinado a quien tiene el dinero para acceder al mismo. No son pocas las circunstancias en que he visto personas seriamente perjudicadas que no pueden hacer valer sus derechos, por carecer de los medios para pagar la tasa arbitral. Ni la legislación ecuatoriana ni los Reglamentos de los Centros Arbitrales han previsto fórmulas para garantizar el acceso a la justicia arbitral a quien carece para pagar la tasa.

En el caso de la justicia ordinaria, el acceso al proceso y a la acción se encuentra debidamente garantizados, al menos desde que se eliminaron las tasas judiciales. Además, la existencia de un sistema de defensa pública permite contar, en teoría, con una defensa profesional. Los jueces tienen la obligación de oír  y conocer todos los casos que le son sometidos. Es decir no se excluye a quien no pague una tasa. Sin embargo, esta realidad no garantiza que los ciudadanos confíen necesariamente en la justicia y sus operadores.

Es evidente que de la justicia ordinaria se realizan críticas constantes y de manera pública, esto se debe esencialmente a dos condiciones fundamentales, la primera, que existen miles de casos que son conocidos por los jueces ordinarios y por lo tanto miles o cientos de miles de personas que tienen contacto con la función judicial. La segunda tiene directa relación con lo público de las actuaciones de los jueces y operadores de justicia. Este segundo aspecto resulta fundamental. En los procesos arbitrales, esto en general no existe.

La publicidad del proceso, no sólo debe ser visto como la potestad que tienen las partes de conocer lo que sucede dentro de un juicio, es decir las alegaciones que realiza su contraparte, las pruebas que se presentan y lo que decide el juez, sino que además debe ser visto como un garantía de carácter general para la sociedad. En efecto, la publicidad de los procesos impone sobre el juzgador la posibilidad de ser objeto de escrutinio público en su conducta. Todos los ciudadanos pueden opinar sobre la forma en la que se desarrolla el obrar del juzgador. La crítica pública resulta fundamental, pues en principio evita que el juez actúe al margen del Derecho. El permitirle al juzgador actuar de una manera oculta y libre de escrutinio público  implica brindarle un gran margen de arbitrariedad.

Evidentemente, en los procesos arbitrales al existir de manera general una cláusula de confidencialidad impuesta en los reglamentos de los centros (alguna vez un director me dijo que inclusive habiéndose pactado la publicidad por el hecho de someterse al reglamento, se renunciaba a tal publicidad), los árbitros no están sujetos a un escrutinio público,  lo cual no sólo les permite actuar con una mayor arbitrariedad sino que inclusive las partes no puedan siquiera conocer el criterio que previamente pueden haber tenido sobre un determinado punto de Derecho. El criterio del arbitro puede ser cambiante e inestable. Hoy por estas razones existen muchas personas que han dejado de confiar en la justicia arbitral. Al mismo tiempo, he oído como ciertos profesionales afirman sin ninguna vergüenza que son “capaces de manejar a los centros y sus árbitros, pues al fin y al cabo todo es confidencial”.

En la solución de conflictos por parte de un tercero, sea el juez o el árbitro, no pueden existir fórmulas estructurales que conduzcan a la exclusión de individuos, tampoco pueden existir mecanismos, amparados en la estructura,  que garanticen y abran la puerta a la arbitrariedad. En tales condiciones no todo depende de las personas que intervienen sino del sistema mismo.