En
este artículo no me referiré a la novela de Jane Austen. Hoy trataré sobre la forma en que en nuestra sociedad
enfrentamos a los temas relacionados con la justicia o de manera más amplia a
la solución de conflictos. Una vez más deberé referirme al arbitraje, que
presume de ser un sistema puro y prácticamente infalible frente al incorrecto y
venido a menos sistema judicial ordinario.
Hace
unos años una joven estudiante que venía trabajando conmigo, en el área de
litigio, presentó su renuncia de manera sorpresiva. Evidentemente, sentí
curiosidad de conocer la razón para tal decisión y ella señaló que el litigio
no le gustaba y que prefería dedicarse al arbitraje. La respuesta me pareció
que carecía de sentido, pues en el arbitraje se litiga y así le dije. Su
respuesta con cierta vergüenza fue que en realidad el arbitraje tiene “clase”
mientras que acudir ante las cortes ordinarias no resulta algo apropiado para
el estatus de abogado que ella quería ser. Después de tal respuesta, no
pregunté más y acepté su renuncia.
Evidentemente,
lo afirmado por esta joven estudiante, muestra la visión que desde muchas facultades
de Derecho se da sobre la administración ordinaria de justicia y sobre el
trabajo que los abogados realizan ante los juzgados, tribunales y cortes de
justicia. Resulta grave, que se trate de menospreciar a la función judicial como sistema de
solución de conflictos, cuando su existencia misma responde al deber del Estado de garantizar la protección
judicial de todos los derechos ciudadanos. Si bien es cierto que esta tiene
serios problemas, no es menos cierto que nosotros como ciudadanos y abogados
tenemos el deber de buscar y promover su mejora constante y la eliminación de
prácticas que tuercen el camino de la justicia. La existencia de un sistema
confiable de solución de los conflictos permite la construcción de una sociedad
justa y responsable.
A
través de un importante mercadeo se ha colocado al arbitraje en un pedestal,
que al menos en nuestro país no necesariamente merece estar. En efecto, como he
señalado en artículos anteriores, se han destacado sus bondades y nada se ha
dicho sobre las falencias. Sin duda alguna, uno de los principales problemas es
el hecho de ser excluyente desde la perspectiva económica, sea que se trate de
un arbitraje ad-hoc o administrado, en general está destinado a quien tiene el
dinero para acceder al mismo. No son pocas las circunstancias en que he visto
personas seriamente perjudicadas que no pueden hacer valer sus derechos, por
carecer de los medios para pagar la tasa arbitral. Ni la legislación
ecuatoriana ni los Reglamentos de los Centros Arbitrales han previsto fórmulas
para garantizar el acceso a la justicia arbitral a quien carece para pagar la
tasa.
En el
caso de la justicia ordinaria, el acceso al proceso y a la acción se encuentra
debidamente garantizados, al menos desde que se eliminaron las tasas judiciales.
Además, la existencia de un sistema de defensa pública permite contar, en
teoría, con una defensa profesional. Los jueces tienen la obligación de
oír y conocer todos los casos que le son
sometidos. Es decir no se excluye a quien no pague una tasa. Sin embargo, esta
realidad no garantiza que los ciudadanos confíen necesariamente en la justicia
y sus operadores.
Es
evidente que de la justicia ordinaria se realizan críticas constantes y de
manera pública, esto se debe esencialmente a dos condiciones fundamentales, la
primera, que existen miles de casos que son conocidos por los jueces ordinarios
y por lo tanto miles o cientos de miles de personas que tienen contacto con la
función judicial. La segunda tiene directa relación con lo público de las
actuaciones de los jueces y operadores de justicia. Este segundo aspecto
resulta fundamental. En los procesos arbitrales, esto en general no existe.
La
publicidad del proceso, no sólo debe ser visto como la potestad que tienen las
partes de conocer lo que sucede dentro de un juicio, es decir las alegaciones
que realiza su contraparte, las pruebas que se presentan y lo que decide el
juez, sino que además debe ser visto como un garantía de carácter general para
la sociedad. En efecto, la publicidad de los procesos impone sobre el juzgador
la posibilidad de ser objeto de escrutinio público en su conducta. Todos los
ciudadanos pueden opinar sobre la forma en la que se desarrolla el obrar del
juzgador. La crítica pública resulta fundamental, pues en principio evita que
el juez actúe al margen del Derecho. El permitirle al juzgador actuar de una
manera oculta y libre de escrutinio público
implica brindarle un gran margen de arbitrariedad.
Evidentemente,
en los procesos arbitrales al existir de manera general una cláusula de
confidencialidad impuesta en los reglamentos de los centros (alguna vez un
director me dijo que inclusive habiéndose pactado la publicidad por el hecho de
someterse al reglamento, se renunciaba a tal publicidad), los árbitros no están
sujetos a un escrutinio público, lo cual
no sólo les permite actuar con una mayor arbitrariedad sino que inclusive las
partes no puedan siquiera conocer el criterio que previamente pueden haber
tenido sobre un determinado punto de Derecho. El criterio del arbitro puede ser
cambiante e inestable. Hoy por estas razones existen muchas personas que han
dejado de confiar en la justicia arbitral. Al mismo tiempo, he oído como
ciertos profesionales afirman sin ninguna vergüenza que son “capaces de manejar
a los centros y sus árbitros, pues al fin y al cabo todo es confidencial”.
En
la solución de conflictos por parte de un tercero, sea el juez o el árbitro, no
pueden existir fórmulas estructurales que conduzcan a la exclusión de
individuos, tampoco pueden existir mecanismos, amparados en la estructura, que garanticen y abran la puerta a la
arbitrariedad. En tales condiciones no todo depende de las personas que
intervienen sino del sistema mismo.