Hace
unos días ordené en un restaurante de comida mexicana un plato de “chili con
carne”, cuando me fue servido, para mi sorpresa el mismo no tenía su
ingrediente principal, el fréjol. Ante
ello, decidí hacer algo extraño para el medio,
reclamé. La respuesta del lugar no sólo fue absurda, pues se me dijo que
el plato es así, sin fréjol. Sin
embargo, el hecho no concluyó ahí, pues unos minutos después el responsable del
lugar se acercó a la mesa y fue él quien me increpó por realizar el reclamo.
Según él, los clientes no debemos
reclamar por nada y consideraba que los comensales carecían de todo derecho y
que el reclamo en sí era un daño para el establecimiento.
La conducta del responsable del lugar es más
común de lo que imaginamos y somos nosotros, los ciudadanos, los responsables de ello. En el Ecuador, en
general no reclamamos frente a los abusos, como cuando en un restaurante no se
nos da el producto o servicio con las condiciones mínimas de satisfacción.
Tampoco reclamamos cuando el producto adquirido no goza de las calidades esperadas
y que dada su naturaleza debería tener.
Más grave aún resulta cuando ni siquiera se nos da ni el producto ni el
servicio esperado. En otras palabras, aceptamos con facilidad que nos den “gato
por liebre” o peor aún que no se nos den nada.
Resulta
aún más grave que esta actitud frente a pequeños abusos también se da en mucha
ocasiones frente a graves abusos. En nuestro medio, por condicionamientos
sociales, es ciertamente común la “timidez” cuando se trata ejercer eficazmente
nuestros derechos. Muchos de nosotros como ciudadanos tenemos temor de exigir,
por las vías que corresponden, su
respeto. No son pocas las circunstancias en las que he visto que ciudadanos
honestos dejen de defenderse por la existencia de un temor reverencial frente
al abusador aún cuando ello signifique grandes sacrificios o inclusive la
pérdida de su patrimonio.
Con
mucha frecuencia, en el ejercicio profesional, oímos a nuestros clientes señalar, ciertamente
con razón, que la Ley y la Constitución le reconocen derechos y que por lo
tanto deben poder ejercerlos. No
entienden la razón por la cual frente al abusivo no pueden hacerlo. Resulta para muchas personas incomprensible
este divorcio entre la norma y la realidad. Evidentemente los derechos se
tornan relevantes cuando se presenta el incumplimiento. Nadie reclama por
aquello que sí se encuentra gozando.
En
estas condiciones, es común creer que el abogado de una manera casi mágica sea capaz de reinstaurar el orden que
ha sido roto. Nos resulta complicado, como personas, entender que el abogado es
incapaz de realizar tal proeza y que simplemente el profesional puede sugerir las vías que se pueden adoptar para buscar la
protección del derecho que se ha visto vulnerado. La decisión de hacer respetar el derecho
violado se encuentra en la persona que se ha visto perjudicada.
La
verdadera dimensión de los derechos que se reconocen a los individuos, que
incluye también en ciertos aspectos a
compañías y otros entes semejantes, no
está dada por la protección que en abstracto se reconoce en la Ley o la
Constitución, sino por el contrario en la voluntad de ejercer las acciones
necesarias para su cumplimiento. En otras palabras, la protección de los
derechos previstos en la Ley y la
Constitución requieren la existencia del reclamo y la decisión sobre el mismo.
En
virtud de lo señalado, resulta fundamental la acción de cada persona dirigida a
buscar el respeto de sus derechos y con ello enfrentar los abusos y
arbitrariedades con independencia de su origen. Hoy los mismos son cada vez más
comunes que tengan origen en el sector
privado. Si los ciudadanos se callan
frente a los mismos, en la práctica renuncian a lo que consideran sus derechos
y se conduce a un futuro en el que tendremos una sociedad en la que impere la
arbitrariedad como regla.