martes, 28 de octubre de 2014

GATO POR LIEBRE


Hace unos días ordené en un restaurante de comida mexicana un plato de “chili con carne”, cuando me fue servido, para mi sorpresa el mismo no tenía su ingrediente principal, el fréjol.  Ante ello, decidí hacer algo extraño para el medio,  reclamé. La respuesta del lugar no sólo fue absurda, pues se me dijo que el plato es así, sin fréjol.  Sin embargo, el hecho no concluyó ahí, pues unos minutos después el responsable del lugar se acercó a la mesa y fue él quien me increpó por realizar el reclamo. Según él,  los clientes no debemos reclamar por nada y consideraba que los comensales carecían de todo derecho y que el reclamo en sí era un daño para el establecimiento.

La  conducta del responsable del lugar es más común de lo que imaginamos y somos nosotros, los ciudadanos,  los responsables de ello. En el Ecuador, en general no reclamamos frente a los abusos, como cuando en un restaurante no se nos da el producto o servicio con las condiciones mínimas de satisfacción. Tampoco reclamamos cuando el producto adquirido no goza de las calidades esperadas y que dada su naturaleza debería tener.  Más grave aún resulta cuando ni siquiera se nos da ni el producto ni el servicio esperado. En otras palabras, aceptamos con facilidad que nos den “gato por liebre” o peor aún que no se nos den nada.

Resulta aún más grave que esta actitud frente a pequeños abusos también se da en mucha ocasiones frente a graves abusos. En nuestro medio, por condicionamientos sociales, es ciertamente común la “timidez” cuando se trata ejercer eficazmente nuestros derechos. Muchos de nosotros como ciudadanos tenemos temor de exigir, por las vías que corresponden,  su respeto. No son pocas las circunstancias en las que he visto que ciudadanos honestos dejen de defenderse por la existencia de un temor reverencial frente al abusador aún cuando ello signifique grandes sacrificios o inclusive la pérdida de su patrimonio.

Con mucha frecuencia, en el ejercicio profesional,  oímos a nuestros clientes señalar, ciertamente con razón, que la Ley y la Constitución le reconocen derechos y que por lo tanto deben poder ejercerlos.  No entienden la razón por la cual frente al abusivo no pueden hacerlo.  Resulta para muchas personas incomprensible este divorcio entre la norma y la realidad. Evidentemente los derechos se tornan relevantes cuando se presenta el incumplimiento. Nadie reclama por aquello que sí se encuentra gozando.

En estas condiciones, es común creer que el abogado de una manera casi  mágica sea capaz de reinstaurar el orden que ha sido roto. Nos resulta complicado, como personas, entender que el abogado es incapaz de realizar tal proeza y que simplemente el profesional puede sugerir  las vías que se pueden adoptar para buscar la protección del derecho que se ha visto vulnerado.  La decisión de hacer respetar el derecho violado se encuentra en la persona que se ha visto perjudicada.

La verdadera dimensión de los derechos que se reconocen a los individuos, que incluye también en ciertos aspectos  a compañías y otros entes semejantes,  no está dada por la protección que en abstracto se reconoce en la Ley o la Constitución, sino por el contrario en la voluntad de ejercer las acciones necesarias para su cumplimiento. En otras palabras, la protección de los derechos previstos en  la Ley y la Constitución requieren la existencia del reclamo y la decisión sobre el mismo.  

En virtud de lo señalado,  resulta fundamental la acción de cada persona dirigida a buscar el respeto de sus derechos y con ello enfrentar los abusos y arbitrariedades con independencia de su origen. Hoy los mismos son cada vez más comunes  que tengan origen en el sector privado.  Si los ciudadanos se callan frente a los mismos, en la práctica renuncian a lo que consideran sus derechos y se conduce a un futuro en el que tendremos una sociedad en la que impere la arbitrariedad como regla.

lunes, 20 de octubre de 2014

COMO GATO PANZA ARRIBA


La mayor parte de personas consideran que los abusos y arbitrariedades, provienen de actos y hechos ejecutados por quienes actúan a nombre del Estado. Evidentemente,  si bien  tales hechos se presentan, y deberían ser como excepción, no es menos cierto que en la realidad existen pero no son las únicas fuentes de abusos.

En efecto,  en la actualidad cada vez con más frecuencia se presentan  conductas que caen en las condiciones señaladas, pero provienen de  entes o personas privadas. Parecería ser que tales individuos (que incluyen a empresas) con cierta frecuencia imitan la conducta  propia de los abusos estatales. Además no es extraño que justifiquen tales forma de actuar  tanto en el ejercicio de su propia libertad como en la propia libertad del ofendido.

Con seguridad nos preguntaremos bajo qué circunstancia podría darse tan absurda forma de abuso.  Estas conductas nacen con mayor frecuencia de lo que imaginamos escondidas o amparadas  en documentos que inclusive tienen una apariencia de legalidad y que todos conocemos, contratos. En efecto,  hoy muchos abusos se dan a partir de esta elemental forma de obligarnos.  

No son pocas las ocasiones en que suscribimos estos documentos sin prestar mayor atención a lo que dicen, esto en especial cuando se trata de la prestación de servicios como los de telefonía o internet. En otras ocasiones, simplemente los aceptamos con un simple “clic”  desde  la computadora o el teléfono celular.  No es extraño que en estos contratos se contengan disposiciones que abran las puertas para abusos.

En otras ocasiones se presentan también abusos en contratos que inclusive tienen la apariencia de haber sido negociados entre las partes y que los contenidos han sido “discutidos”. Señalo la apariencia pues con frecuencia una de las partes, por la posición económica de dominio  que ocupa por ejemplo,  simplemente remite a su contraparte el texto para que sea suscrito sin que en la realidad pueda negociarse  el  alcance y contenido.

En estas condiciones es común encontrar que se faculta a una de las partes,  la dominante, la potestad de dar por terminado  unilateralmente el contrato en cualquier momento o que pueda variar las condiciones y plazos de pago también por su sola voluntad. Así mismo,  se impone en ocasiones que en el evento de no estar de acuerdo con tales cambios en la relación contractual no se podrá continuar exigiendo el cumplimiento del contrato y que  éste quedará terminado.   Estas son claras fórmulas abusivas y arbitrarias que demuestran no sólo la ausencia de voluntad de una las partes al negociar sino que en esencia constituyen verdaderas pruebas de una mala fe contractual. Inclusive, no han sido pocas las ocasiones en que he conocido que a la parte débil se le ha instruido no consultar con su abogado bajo la amenaza  de no suscribir el contrato si se procede a realizar tal consulta.

Resulta aún más grave que en ocasiones éstas cláusulas van acompañadas del sometimiento de las diferencias a un arbitraje administrado. Evidentemente este “compromiso” contractual también es impuesto. La inclusión de esta disposición conduce a que en el evento de conflicto, la parte débil de la relación se vea disuadida de iniciar el proceso arbitral, tanto por los altos costos que éste tiene como por la existencia de ciertas relaciones y compromisos personales (que incluyen la firme convicción de favorecer al fuerte) que tienen muchos árbitros con los entes dominantes  o con los propios abogados de los mismos. Resulta aún más grave que inclusive existen disposiciones, como las de un centro arbitral en Quito, que  facultan a los árbitros a dejar de lado lo acordado por las partes para el proceso arbitral. Todo esto amparado en la ausencia de publicidad que garantiza por regla general al arbitraje. En estas condiciones, es claro que quien se encuentra lejos de la posición de dominio tiene todo en su contra.

Si bien todos en una situación u otra nos vemos obligados a suscribir contratos en la clara desventaja y sujetos a abusos y arbitrariedades, no es menos cierto que en ningún caso deberíamos aceptar las fórmulas contractuales mencionadas en los siguientes condiciones:

a)    Cuando se encuentre involucrada una importante porción del patrimonio;

b)   Si el incumplimiento por la contraparte conduciría a la pérdida del patrimonio o impida ello el realizar otra actividad económica; y,

c)    Si el incumplimiento de la contraparte le impediría, por la ausencia de recursos económicos,  el demandar el cumplimiento del contrato.

Contrariamente a lo que se sucede con la mayor parte de abusos estatales, el detener y enfrentar las arbitrariedades a las que me he referido se encuentra en nuestras manos oponiéndonos a ellos de manera firme. El no hacerlo significará, con frecuencia, que más adelante nos veamos obligados a defendernos “como  gato panza arriba”, es decir con  las probabilidades de éxito en contra.

miércoles, 8 de octubre de 2014

¿Arbitraje? No gracias.


Desde hace más de dos décadas, aún cuando la Ley de la materia entró en vigencia  recién en el año 1997,  se ha venido promocionando en nuestro medio las bondades y ventajas de someter las diferencias al arbitraje como medio de solución de conflictos.  Buena parte de esta promoción ha partido de la comparación con el sistema de administración de justicia ordinario.  Sin embargo, durante este tiempo  muy poco se ha hablado sobre las desventajas y riesgos del sistema arbitral en nuestro medio, en especial del arbitraje administrado.

Es conocido que aún cuando existe la disposición constitucional que garantiza el acceso gratuito a la protección judicial, no es menos cierto que quien decide resolver una diferencia por la vía contenciosa deberá considerar que litigar cuesta. En efecto,  para presentar una demanda se debe contar con el auspicio de un profesional del Derecho, cuyos honorarios, en general, deberán ser pagados. Además existirán una serie de costos como los de peritos que deben ser cubiertos así como la existencia gastos  tales como copias, traslados del personal judicial y obtención de documentos. En fin, litigar no es gratuito. 

Sin embargo,  si bien el acudir ante los jueces ordinarios puede implicar necesariamente el incurrir en importantes gastos, el hacerlo ante los centros arbitrales esta es una realidad que sin duda alguna resulta mucho más onerosa.  En efecto,  este es un aspecto que difícilmente es mencionado cuando se sugiere someter una causa a la decisión arbitral administrada por un centro. En estos procesos, desde un inicio, para la presentación de la demanda el actor debe pagar una tasa, siempre alta, para contrademandar se  pagará otra tasa igualmente costosa. Los costos por honorarios de peritos no encuentran los límites impuestos para aquellos que lo hacen dentro de los procesos judiciales y por el contrario estos son fijados de manera unilateral por el perito y mientras tales valores no se encuentren cubiertos, no se cumple con el mandato del tribunal. En todos estos valores el centro toma para sí un importante porcentaje. Así la justicia deja de ser derecho y se torna en servicio. En estas circunstancias, resulta claramente discutible no solo la eficacia de la institución sino la validez de la misma desde la perspectiva del derecho a la justicia y a la protección de los derechos como parte la personalidad humana.

En nuestro medio, no necesariamente por la naturaleza del arbitraje,  la intervención de ciertas personas como árbitros no garantiza su imparcialidad. Así, hoy es un secreto a voces que se han constituido verdaderos “clubes” de árbitros y abogados que participan en los procesos arbitrales, en lo cuales entre unos y otros alternan las condiciones de jueces en unos casos y de abogados litigantes en otros. Por ello, es común oír que se pagan favores entre unos y otros. Bajo tales condiciones, resulta altamente cuestionable la existencia de garantías de independencia e imparcialidad de los juzgadores. Claramente, esto no es muy distinto de la corrupción de la cual se acusa al sistema judicial ordinario.

Si bien en este último aspecto la justicia ordinaria ha sido criticada por la ausencia de independencia e imparcialidad, no es menos cierto que en la actualidad en los procesos, en general, en los que no existe intereses púbicos en discusión, la administración de justicia no es utilizada como instrumento para dar y recibir dádivas o favores.

De igual manera se ha acusado al sistema de justicia por ser lento e ineficaz para resolver los conflictos, el sistema arbitral tampoco soluciona necesariamente estos problemas. En efecto, bajo las actuales disposiciones legales el arbitraje no puede durar más de 300 días hábiles contados desde la fecha de la audiencia de sustanciación, este plazo que resulta aparentemente corto, en la practica significan cerca de 18 meses desde la presentación de la demanda. En la actualidad existen procesos judiciales que toman en ciertas ciudades, como es el caso de Ibarra, menos de la mitad de ese tiempo para ser resueltos en primera instancia y no más de seis semanas en segunda instancia.

No es extraño oír afirmaciones en el sentido de que el arbitraje tiene como ventaja la ausencia de recursos ante la decisión final o laudo. Si bien esto parecería ser algo positivo, en la práctica no lo es, pues al ser una fórmula de solución de conflictos en que la estructura final es de ganador-perdedor, siempre una de las partes se sentirá perjudicada con la decisión arbitral. El derecho a la doble instancia, que es en esencia un derecho fundamental,  no sólo permite corregir los eventuales errores de los juzgadores,  sino que además garantiza la revisión judicial para proteger  la seguridad jurídica.  La instancia única del arbitraje no brinda esta misma garantía.

Los procesos judiciales son públicos y ello impone al menos ciertos límites a los jueces por el hecho de encontrarse sometidos, en principio, al escrutinio de la sociedad. Por el contrario, bajo las normas arbitrales los procesos son por regla general reservados y ello permite que los árbitros puedan actuar con mayor margen de arbitrariedad. Evidentemente, no todos los árbitros ni en todos los procesos se dan tales conductas, pero es un riesgo cierto derivado de la ausencia de publicidad.

Aún cuando existen ciertamente ventajas al someter las diferencias a la resolución a través de procesos arbitrales, mi recomendación en la actualidad es la de no pactar cláusulas compromisorias como regla general. Ciertamente no conviene el pacto de este tipo de cláusulas en las siguientes circunstancias:

         *En aquellos casos en que los montos de los contratos o de la discusión sea de sumas relativamente bajas;
b   En los contratos en que la relación jurídica no sea compleja, como es el caso de arrendamientos, compraventas, préstamos o licencias de marcas, ; y,
.*     *En los contratos en que existe un claro desequilibrio entre las partes contratantes, como es el caso de convenios entre una gran corporación y una persona natural.

En todo caso cuando se nos propone en un contrato el someter las diferencias a un método alternativo de solución de conflictos, como lo es el arbitraje, resulta fundamental no sólo procurar la revisión del texto de dicha cláusula por un abogado, sino además tener muy claro  tanto los costos que este procedimiento tiene y la fórmula de designación del tribunal  arbitral. Renunciar a la justicia ordinaria no siempre es ventajoso.